DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA |
La Nueva Creación:
“El Llamamiento de la Nueva Creación”
Parte V
Todos los que son marcados así con el Espíritu Santo como miembros en perspectiva de la Nueva Creación, el Señor lo afirma: “no son del mundo como no soy del mundo”. “Yo os elegí a vosotros [de en medio del mundo], y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca”. “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Juan 15:16, 19; 17:16). Aunque, hasta cierto punto, el mundo pueda discernir estas marcas de santificación, no debemos esperar que ellas susciten su admiración o su aprobación, sino más bien que el mundo considerará estos testimonios del Espíritu Santo sobre las Nuevas Criaturas como pruebas de debilidades y de naturaleza afeminada. El mundo aprecia y aprueba lo que le parece ser una vida enérgica y bien llena — sin demasiado rectitud. Nuestro Señor nos explica por qué el mundo no aprueba a sus discípulos: es porque las tinieblas odian la luz, porque el nivel de los pensamientos, palabras y las acciones de su Sacerdocio Real es tan más elevado que el de los humanos en general, que parece condenar más o menos su modo de vivir. Le gusta al mundo más bien ser aprobado, halagado, y todo lo que, a cualquier grado, lo censura, lo evita si no se opone a eso. Esta desaprobación de los sabios mundanos de la cristiandad constituye un aspecto de la prueba de los miembros del Sacerdocio Real, y si su consagración no sea absolutamente sincera, no sólo les faltará la amistad del mundo y desearán hasta tal punto su aprobación que no lograrán cumplir en el espíritu conveniente el sacrificio de los intereses terrestres que habían emprendido: no serán sacerdotes, ni, por consiguiente, miembros de la Nueva Creación. Sin embargo, debido a sus buenas intenciones, el Señor puede hacerlos pasar por pruebas ardientes por la destrucción de la carne que no hayan tenido el celo de ofrecer en sacrificio. Así, puedan ser considerados dignos de tener parte en las bendiciones y en las recompensas de la Gran Multitud que saldrá de la gran tribulación para servir delante del trono en el cual el Rebaño Pequeño se sentará con el Señor.
La santificación no consiste solamente de dos partes, a saber: la parte del hombre que se consagra totalmente y la parte de Dios que la acepta sin reserva, sino implica también un elemento de progresión. Si hace falta que nuestra consagración al Señor sea sincera y completa con el fin de que pueda ser aceptada por él, no obstante, se acompaña de una cantidad relativamente restringida de conocimiento y de experiencia. Debemos crecer, día tras día, en santificación así como en conocimiento. Al principio, nuestro corazón estaba lleno, rechazamos toda voluntad personal; pero la capacidad de nuestro corazón era pequeña. A medida que aumenta, la santificación debe andar de par, llenar todas las partes. Así, el Apóstol nos exhorta en ser “llenos del Espíritu” y también “que el amor de Dios sea difundido en sus corazones y abunde allí cada vez más”. El medio preparado para esta expansión del corazón, se expresa en la oración que hizo nuestro Redentor por nosotros: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”. —Juan 17:17.
Fue la Palabra, o mensaje de Dios, la “sabiduría” de Dios por Cristo, que comenzó a manifestar hacia nosotros el favor divino, y nos condujo paso a paso hasta el punto de la consagración; y ahora todavía es la misma Palabra, o mensaje de Dios por Cristo, que debe ampliar nuestro corazón tanto como llenarlo. Sin embargo, si pertenece a Dios de proporcionar la verdad que debe llenarnos y santificarnos, pertenece a nosotros de manifestar esta condición consagrada de corazón en la cual tengamos hambre y sed de esta verdad santificante, que comamos cada día y por la cual nos hagamos así capaces de crecer en el Señor y en el poder de su fuerza. No basta que nos consagramos al Señor; él no desea meros candidatos en la Nueva Creación, sino es menester que éstos sean ejercidos, disciplinados y probados con el fin de poner en evidencia y de desarrollar diversos rasgos de carácter; además, cada rasgo debe estar sometido a una prueba completa de fidelidad a Dios, con el fin de demostrar que siendo puestas a prueba y probadas en todos puntos, estas Nuevas Criaturas sean encontradas fieles a aquél que las “llamó”, y así contadas dignas de entrar en las alegrías gloriosas de su Señor participando en la Primera Resurrección.
Lo mismo que la justificación1 trajo una gran bendición de paz con Dios, así es el paso siguiente de una plena consagración al Señor de todos los intereses y todos los asuntos de la vida, todas las esperanzas y todas las ambiciones. Intercambiar esperanzas, ambiciones y bendiciones terrestres con las celestiales ofrecidas a la Nueva Creación, trae un alivio grande y muy satisfactorio, un gran descanso del corazón, a medida que nosotros discernimos y apropiamos para nosotros — hasta las promesas muy grandes y preciosas que Dios hizo para la Nueva Creación. Estas promesas se encuentran condensadas en ésta: “Todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Rom. 8:28). Tal es la Segunda Bendición en el verdadero sentido de esta expresión, no obstante, no que sea acompañada de manifestaciones exteriores de la carne, sino porque introduce en nuestro corazón un descanso profundo, una plena confianza en Dios, y que permite hacer nuestras las promesas extremadamente grandes y preciosas de las Escrituras.
(1) “Lo mismo que esta justificación a la amistad trajo la paz de Dios.” — Edit.
A causa de las diferencias en temperamentos, habrá necesariamente diferencias de experiencias en relación con esta plena consagración. Para algunos, un abandono total al Señor y una comprensión que son el objeto de sus cuidados especiales como miembros de la futura Iglesia elegida les traerán simplemente una paz satisfactoria, un descanso del corazón, mientras que para otros de una naturaleza más exuberante, será una efervescencia de alegría, de alabanza y de regocijo. Debemos acordarnos de estas diferencias de temperamentos naturales, y simpatizar con aquellos cuyas experiencias difieren de las nuestras, recordando que unas diferencias análogas se manifestaron entre los doce apóstoles, que algunos — en particular Pedro, Santiago y Juan — eran más demostrativos que los otros en lo que concernía a todas sus experiencias, inclusive aquellas del Pentecostés. Que los hermanos que tienen una disposición exuberante y efervescente aprendan la moderación que el Apóstol recomendaba; en cambio, que los hermanos que, por naturaleza, son más bien demasiado fríos y demasiado impasibles, rueguen y busquen una apreciación más grande de las virtudes de aquél que nos llamó de las tinieblas a su luz maravillosa, y una libertad más grande para proclamarlas. Acordémonos que Santiago y Juan, dos de los apóstoles particularmente muy amados del Señor, llamados los “hijos del trueno” a causa de su celo y de su impetuosidad, necesitaron, en una ocasión por lo menos, ser regañados y censurados para recordarles de cuál espíritu fueron animados (Lucas 9:54, 55). El apóstol Pedro, otro discípulo muy amado y celoso, fue bendecido en cambio por su reconocimiento pronto del Mesías, pero por otra parte censurado como un adversario, a causa de un celo inoportuno. Sin embargo, el Señor mostró distintamente cuánto apreciaba el temperamento hirviente y ardiente, estos tres discípulos que fueron sus compañeros íntimos, los únicos que él tomó con sí a la montaña de la Transfiguración, y en la habitación donde reposaba la chica de Jairo que el Maestro despertó del sueño de la muerte; fueron también sus compañeros particulares, un poco más cerca de él que fueron los otros en el jardín de Getsemaní. La lección que se saca de esto para nosotros, es que el celo agrada al Señor y que nos une a él, pero que debemos siempre reverenciar al Jefe y ser guiado por su palabra y por su Espíritu.
La santificación no significa perfección humana, como algunos la interpretaron mal; la santificación no cambia la cualidad o la condición de nuestro cerebro, y no quita de manera milagrosa las imperfecciones de nuestro cuerpo. Es una consagración o una devoción de la voluntad que el Señor acepta como perfecta por Cristo: es una consagración del cuerpo en sacrificio, “aun hasta la muerte”, y como lo hemos visto, este cuerpo no se hace realmente perfecto gracias a la justificación por la fe, sino es simplemente considerado como perfecto según nuestra voluntad, nuestro corazón, nuestra intención. Como lo recomienda el Apóstol, la nueva voluntad debería procurar traer toda facultad, todo talento, todas las condiciones favorables de su cuerpo en pleno acuerdo con el Señor, y ejercer una influencia en la misma dirección sobre todos los hombres con los cuales viene en contacto. Esto no quiere decir que en pocos años (cinco, diez, veinte, cincuenta) de la vida presente, la nueva voluntad será capaz de traer a la perfección su propio pobre cuerpo imperfecto (o los cuerpos imperfectos de los demás del cual es un espécimen). Al contrario, el Apóstol nos afirma, tocante a la Iglesia, que en la muerte el cuerpo “se siembra en corrupción, se siembra en debilidad, se siembra en deshonor, se siembra en cuerpo natural [imperfecto]”, y que es sólo en la Resurrección donde recibiremos un nuevo cuerpo, vigoroso, perfecto, glorioso, inmortal, honorable, que habremos obtenido la perfección que buscamos, la que, según la promesa del Señor, será eventualmente la nuestra, si en el tiempo presente de debilidad y de imperfección, le manifestamos la lealtad de nuestro corazón.
Sin embargo, la lealtad de corazón hacia el Señor significará un esfuerzo continuo para someter toda la conducta de nuestra vida, aun más, los pensamientos, las mismas intenciones de nuestro corazón, a la voluntad divina (Heb. 4:12). Tal es nuestro primer deber, nuestro deber continuo, y será el fin de nuestro deber porque “la voluntad de Dios es vuestra santificación”. “Sed santos, porque yo [el Señor] soy santo” (1 Tes. 4:3; 1 Ped. 1:16). La santidad absoluta debe ser el ideal que nuestro espíritu puede adoptar y vivir alegre y plenamente, pero que nosotros nunca alcanzaremos realmente y físicamente siempre y cuando seamos sometidos a las debilidades de nuestra naturaleza caída y a los ataques del mundo y del Adversario. Sin embargo, a medida que “somos enseñados por Dios” día tras día y alcanzamos un conocimiento más grande de su carácter glorioso, cada vez más la apreciación de este carácter llena nuestro corazón, el nuevo entendimiento ganará cada vez más influencia, fuerza, poder sobre las debilidades de la carne, cualesquiera que puedan ser, y estas debilidades varían con los diferentes miembros del cuerpo.
La santificación verdadera del corazón con respecto al Señor significará la diligencia en su servicio; significará la proclamación de las buenas nuevas a otros; significará la edificación mutua en la santísima fe; significará que deberíamos hacer bien a todos los hombres cuando tengamos la oportunidad, en particular con la familia de la fe; significará que de estas diversas maneras nuestra vida, consagrada al Señor, se entregará a favor de los hermanos (1 Juan 3:16), día tras día, ocasión después de ocasión como se presenten a nosotros; significará que nuestro amor por el Señor, por los hermanos, por nuestras familias y, por simpatía hacia la humanidad en general, llenará de manera creciente nuestro corazón, a medida que crezcamos en gracia, en conocimiento y en obediencia a la Palabra divina y al ejemplo divino. Sin embargo, todas estas aplicaciones de nuestra energía en interés de otros son simplemente muchos medios por los cuales, bajo la providencia del Señor, puede cumplirse nuestra propia santificación. Así como hierro con hierro se aguza [Prov. 27:17], así la energía que gastamos por otros nos trae bendiciones. Además, mientras que deberíamos cada vez más alcanzar esta condición noble de amor por nuestro prójimo como por nosotros mismos — y especialmente por la familia de la fe, no obstante, el móvil de todos estos esfuerzos debería ser nuestro amor supremo por nuestro Creador y Redentor, y nuestro deseo de ser y de hacer lo que le agrada. Hace falta por lo tanto que en primer lugar nuestra santificación sea para Dios, que afecta primero nuestro propio corazón y nuestra propia voluntad, y como el resultado de tal devoción a Dios, que encuentra a emplearse en interés de los hermanos y de todos los hombres.
SANTIFICADOS POR LA VERDAD
De lo que precede, es claro que la santificación que Dios desea — la que es esencial para obtener un lugar en la Nueva Creación será posible sólo para los que están en la escuela de Cristo y que son enseñados por él, “santificados por la verdad”. El error, no más que la ignorancia, no santifica. Por otra parte, no debemos cometer el error de suponer que toda verdad tiende a la santificación: al contrario, aunque la verdad en general sea admirable para todos aquellos que aman y que odian el error en la misma proporción, es “Tu verdad” sola que santifica según la palabra de nuestro Señor. Vemos que todo el mundo temporal (“secular”) persigue ostensiblemente la verdad, entra en competición y en lucha para obtenerla. Los geólogos tienen una parte del campo, los astrónomos, los químicos, los físicos, los estadistas, etc., tienen otras partes, pero no encontramos que estas diversas ramas de la búsqueda por la verdad conduzcan a la santificación. Al contrario, encontramos que por regla general, ellas conduzcan a la dirección opuesta, de acuerdo con el Apóstol que declara que “el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría” (1 Cor. 1:21). El hecho es que, en pocos años de la vida presente y en nuestra condición presente caída, imperfecta y corrompida, nuestra capacidad es totalmente insuficiente para tratar útilmente de comprender toda la verdad de todos los temas; es por eso que vemos que los que tienen éxito en el mundo son especialistas. El hombre que consagra su atención en la astronomía tendrá más que puede hacer para conservar su posición; él sólo dispondrá de poco tiempo para la geología o la química o la botánica o la medicina o para la más noble de todas las ciencias “Tu verdad” — del plan divino de las Edades. Es por esta razón que el Apóstol, él mismo un hombre instruido de su tiempo, aconseja a Timoteo huir del “conocimiento” [teorías y ciencias humanas] así falsamente llamado. El término ciencia significa la verdad; podemos estar seguros de que el Apóstol no quería discutir la sinceridad de los sabios de su tiempo, ni implicar que falsificaban intencionalmente la verdad, sino que — y la historia de la ciencia lo demuestra plenamente — sus palabras nos dan el pensamiento de que aunque haya una verdad relacionada con todas estas ciencias, sin embargo, las teorías humanas llamadas ciencias no constituyen la verdad; no son absolutamente exactas. Son simplemente las mejores conjeturas que los sabios bien educados en estas ramas de estudios fueron capaces de presentar, y pasa de vez en cuando, como la historia lo demuestra claramente, que estas conjeturas se contradicen entre sí. Lo mismo que los sabios de hace cincuenta años rechazaron la ciencia de los tiempos anteriores, de igual modo las deducciones y los métodos de raciocinio de estos sabios son rechazados a su turno por los sabios de hoy.
El apóstol Pablo no fue solamente un hombre sabio, un hombre totalmente consagrado y un miembro del Sacerdocio real, mejor cualificado por sus dones naturales para seguir en las pisadas del gran Sumo sacerdote que muchos de sus compañeros, sino además, siendo uno de los “doce apóstoles escogidos del Cordero” para reemplazar a Judas, fue también el objeto de la guía divina (en particular con respecto a sus enseñanzas), designado por el Señor para instruir la familia de la fe a través de toda la Edad Evangélica. Las palabras de un ejemplo tan noble de fe no menos que el ejemplo de su consagración, deberían ser un gran peso para nosotros cuando estudiamos la carrera que emprendimos como consagrados y miembros aceptados del Sacerdocio real. Él nos exhorta a rechazar toda carga y toda traba del pecado, y a correr con paciencia la carrera que está delante de nosotros, fijando los ojos en Jesús, el jefe de nuestra fe, hasta que se haga el consumador (Heb. 12:2). Como amonestación, él nos ofrece sus propias experiencias, diciendo: “Una cosa hago”. Encontré que mi plena consagración al Señor no permitirá la revalorización de mis talentos en todas las direcciones, ni aun para el estudio de cada verdad. La verdad de la revelación de Dios, que penetró en mi corazón y que dirige cada vez más mis talentos ya santificados y consagrados, me mostró claramente que si quisiera ganar el gran premio, es menester que aportara a eso toda mi atención, lo mismo que los que buscan recompensas terrestres deben preocuparse de eso en consecuencia. “Una cosa hago” [olvidando las cosas que están detrás, olvidando mis primeras ambiciones como estudiante, mis primeras esperanzas como ciudadano romano y como hombre de una instrucción superior que la media; olvidando el atractivo de las diversas ciencias y los laureles que otorgan a los que corren por sus vías] y tendiendo con esfuerzo hacia las que están delante [manteniendo el ojo de mi fe, de mi esperanza, de mi amor y de mi afecto fijado en la oferta sublime de la herencia con mi Señor en la naturaleza divina y en la gran obra del Reino para la bendición del mundo], corro derecho al fin por el premio del llamamiento celestial”. —Fil. 3:13, 14.
EMOCIÓN NO ES SANTIFICACIÓN
Una gran confusión reina entre los cristianos concerniente a los testimonios o las pruebas de la aceptación concedidas por el Señor a los que, en la Edad presente, son sacrificadores fieles. Unos esperan sin razón una manifestación exterior tal como la que fue concedida a la Iglesia al principio de la bendición del Pentecostés.2 Otros esperan sentir interiormente sensaciones de alegría, esperando, que, si ella no se realiza, provoca la decepción y la duda por toda la vida en cuanto a su aceptación por el Señor. Sus esperanzas se basan, en gran parte, en los testimonios de los hermanos que tuvieron la experiencia de tal exuberancia. Es importante por lo tanto que todos sepan que, en ninguna parte, las Escrituras nos autoricen tales esperanzas: todos nosotros “somos llamados a una sola esperanza de nuestra vocación”, y a todos los que acepten las condiciones del llamamiento pertenecen las mismas promesas del perdón de los pecados pasados, de la sonrisa alentadora del Padre, de su favor que nos ayuda a correr y a obtener el premio que él nos ofrece: la gracia suficiente en el momento de la necesidad. No obstante, los miembros del pueblo del Señor difieren ampliamente en su manera de recibir cualquier promesa o todas las promesas, sean materiales o espirituales, si vienen del hombre o vienen de Dios. Algunos son más vivos y emotivos que otros, y por consiguiente más demostrativos, tanto por sus gestos como por sus palabras describiendo las mismas experiencias. Además, el comportamiento del Señor con respecto a sus hijos varía evidentemente en cierta medida. Para que sepamos, el gran Jefe de la Iglesia, nuestro Señor Jesús, quien, a la edad de treinta años, hizo una consagración entera de su todo hasta la muerte para hacer la voluntad del Padre, fue ungido con el Espíritu Santo sin moderación, no tuvo ninguna experiencia de un carácter exuberante. Sin embargo, sin duda, él tenía la certeza de que su conducta era buena, que el Padre la aprobaba, y que recibiría su bendición cualesquiera que sean las experiencias que tendría. Sin embargo, en lugar de ser transportado sobre la cima de la alegría, nuestro Señor fue conducido por el Espíritu en el desierto, y las primeras experiencias que tuvo como Nueva Criatura, engendrada del Espíritu, fueron las de una tentación extrema. Fue permitido al Adversario asaltarle y procurar disuadirlo de hacer la voluntad del Padre sugiriéndole otros planes y otras experiencias para cumplir la obra que había venido para hacer, planes que no le obligaba a morir en sacrificio. Creemos que es así para algunos de los discípulos del Señor en el momento de su consagración, y durante cierto tiempo después de su consagración. Son asaltados por dudas y temores, sugerencias del Adversario que discute la sabiduría divina o el amor divino respecto a la necesidad para nosotros de sacrificar las cosas terrestres. No juzguemos en absoluto unos a otros en tales temas, sino que si alguien puede regocijarse en un transporte de sentimientos, que todos los demás que se consagraron como él se regocijen con él en su experiencia. Si otro, después de haberse consagrado, se encuentra en la prueba y es cruelmente asaltado, que los demás simpaticen con él y que se regocijen también discerniendo cuán semejante es su experiencia a la de nuestro líder.
(2) Véase Vol. V, Cap. IX (en inglés).
John y Charles Wesley, que fueron unos hombres amados de Dios, eran sin duda alguna de los consagrados. Sin embargo, si sus concepciones tocantes a los resultados de la consagración hicieron bien a algunos, les hicieron en cierta medida de mal a otros creando una expectación no bíblica que todos no podían experimentar; a estos últimos, causó un perjuicio desanimándolos. Fue un gran error de su parte de suponer y de enseñar que la consagración al Señor significaba en todos los casos el mismo grado de demostración exuberante. Los que nacieron de padres cristianos, educados en el ambiente santificante de un hogar cristiano, instruidos en cuanto a todos los asuntos de la vida, de acuerdo con la fe de sus padres y de la instrucción de la Palabra de Dios y que, en estas circunstancias, siempre procuraron entender y hacer la voluntad de Dios, no deben esperar cuando alcancen la edad de juicio y se consagren personalmente al Señor, a sentir la misma alegría desbordante que pudiera experimentar el que, hasta entonces, hubiera sido un pródigo, un extranjero y un desconocido por las cosas santas.
La conversión de este último significaría un cambio radical y un viraje hacia Dios de todas las corrientes y las fuerzas de la vida que, anteriormente, se alejaban de él hacia el pecado y el egoísmo En cuanto a los anteriores, cuyos sentimientos, reverencia y devoción, desde su infancia más tierna, fueron orientados hacia el Señor y su justicia por sus padres piadosos, ellos no podrían sentir tal cambio, tal revolución en sus sentimientos y no deberían esperar nada semejante. Tales personas deberían discernir que, siendo hijos de padres creyentes, ellas estuvieron bajo el favor divino hasta el momento de su responsabilidad personal, y que su aceptación personal en este momento significaba un pleno reconocimiento de su sumisión pasada a Dios y una consagración entera de todos sus talentos, facultades e influencias por el Señor, por su verdad y por su pueblo. Ellas deberían darse cuenta de que su consagración es sólo su “servicio razonable”; deberían saber por la Palabra que habiéndole presentado así completamente a Dios su naturaleza humana ya justificada, ahora pueden apropiarse de un grado mucho más grande que antes las promesas más grandes y más preciosas de las Escrituras — las que pertenecen sólo a los consagrados y a sus hijos. Si, además, se les concede un conocimiento más grande del plan divino, o hasta del principio de este plan, deberían considerar esto como una prueba del favor divino para con ellas en cuanto al supremo llamamiento de esta Edad Evangélica, y regocijarse de eso.
La expresión del Apóstol: “Andamos por la fe y no por la vista” es aplicable a toda la Iglesia de esta Edad Evangélica. El deseo del Señor es que desarrollemos nuestra fe, que aprendemos a confiar en él hasta donde no podemos seguirlo. Para esto, él deja numerosas cosas en una oscuridad relativa en cuanto a la vista humana o en cuanto al juicio humano, a solo fin de que la fe pueda ser desarrollada de tal manera y a tal grado que sería imposible si algunos signos o portentos fueran concedidos a nuestros sentidos terrestres. Los ojos de nuestro entendimiento deben estar abiertos hacia Dios por las promesas de Su Palabra, por el discernimiento y la comprensión de la verdad, con el fin de aportarnos la alegría de la fe en estas cosas que todavía no vemos y que no podemos reconocer de manera natural.
El Apóstol explica que aun esta abertura de los ojos de nuestro entendimiento es una cosa gradual. Él ora por aquellos que ya están en la Iglesia de Dios, los cuales él denomina “santos” o consagrados, con el fin de que los ojos de su entendimiento puedan estar abiertos, para que puedan con todos los santos (porque ningún otro puede comprender) captar cada vez más la longitud y la anchura, la altura y la profundidad del conocimiento y del amor de Dios. Este pensamiento, que las bendiciones espirituales de la Nueva Criatura que siguen su consagración, no son tangibles a sus sentidos terrestres, sino solamente a su fe, se ilustra en las figuras del Tabernáculo, por el velo exterior del primer “Santo” que esconde aun de los Levitas (tipos de los justificados) los objetos sagrados que contiene y que son unas figuras de las verdades más profundas. Éstas pueden ser conocidas, o apreciadas, sólo por los que entran en el Santo como miembros del Sacerdocio real.3
(3) Véase Sombras del Tabernáculo de los Sacrificios Mejores, pp. 87-88.
Es frecuente que la exuberancia sentimental que algunos sienten a causa de su temperamento, los abandone por la misma razón, pero la experiencia, la bendición y la alegría que pueden poseer perpetuamente si continúan quedando en el Señor, si continúan andando en sus pisadas, son las alegrías de la fe que las nubes y las aflicciones terrestres no pueden enturbiar; Dios quiere que estas alegrías nunca se oscurezcan en las preguntas espirituales, excepto tal vez momentáneamente como fue el caso de nuestro Señor cuando, en la cruz, exclamó — “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Tomando el lugar del Adán condenado, era necesario que nuestro Maestro probara todas las experiencias de Adán como pecador; aun si fuera sólo por un momento. ¿Y quién puede decir si momentos tan difíciles no se les permitirían a los más dignos de los discípulos del Cordero? Sin embargo, tales experiencias no se les permitirían por mucho tiempo, y el alma que confiara en el Señor en estos momentos sombríos, sería recompensada abundantemente por el ejercicio de su fe y de su confianza cuando la nube se hubiera desaparecido y el sol de la presencia del Señor brillara de nuevo.
El poeta sugiere una diferente causa por una oscuridad parcial en los versos siguientes:4
“No quieras esconder jamás
De mi la gloria de tu faz.”
(4) Himno 273 — Trad.
Las nubes que se interponen entre los hijos de Dios plenamente consagrados y su Padre celestial y su Hermano mayor, nacen ordinariamente de la tierra. Ellos provienen del hecho de que nosotros permitimos que nuestras afecciones sean atraídas por cosas terrestres en lugar de establecerlas en las cosas de arriba, o bien que descuidamos nuestro voto de consagración, que nos descuidamos de desvivirnos y de dedicarnos en el servicio del Señor, de entregar nuestra vida a favor de los hermanos, o de hacer bien a todos los hombres como tenemos la oportunidad. En tales momentos, nuestros ojos siendo atraídos lejos del Señor y de su dirección, las nubes comienzan a amontonarse rápidamente, y en poco tiempo, la claridad del sol de la comunión, de la fe, de la confianza y de la esperanza se oscurece sensiblemente. Es un período en que el alma está enferma y enturbiada. En su benevolencia, el Señor permite tales aflicciones pero no nos suprime de su favor. Si él nos esconde su cara, es solamente para permitirnos comprender mejor cuán solitaria y poco satisfactoria sería nuestra condición si no tuviéramos la luz del sol de su presencia que ilumina nuestra senda y hace que todas las cargas de la vida parezcan ligeras; así como el poeta lo expresó muy bien en estos versos:
“Alegre de contemplar su rostro,
Mi todo a Jesucristo es sometido,
Ningún placer, ningún lugar,
No puede desviar mi espíritu.
Bendecido por su amor duradero,
Un palacio sería sin valor,
La prisión, un sitio deseable
Si estoy allí con mi Salvador”.
“EL QUE SANA TODAS TUS DOLENCIAS”
“Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios. El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias; el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de favores y misericordias; el que sacia de bien tu boca de modo que te rejuvenezcas como el águila.”. —Sal. 103:2-5
Si el Señor permite que tales enfermedades, a las cuales acabamos de hacer alusión, sacudan a las Nuevas Criaturas, él está listo a curarlas tan pronto como estas Nuevas Criaturas vuelvan a la actitud de corazón conveniente. Hay que acercarse al trono de la gracia celeste tan pronto como se trata de tal enfermedad del alma (de tal debilitamiento de la Nueva Criatura), con el fin de que la vida espiritual, la vitalidad y la salud puedan regresar a la luz del favor divino. El Apóstol nos exhorta así: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.” (Heb. 4:16). Todas las Nuevas Criaturas han tenido experiencias a este respecto; las que son bien ejercidas por ellas se fortifican cada vez más en el Señor y en el poder de su fuerza; así, hasta sus caídas y sus debilidades (su necesidad de pedir la ayuda y de apoyarse por la fe en el brazo del Señor) son para ellas unos medios de bendición espiritual por los cuales crecen como no pudieran hacerlo si fueran exentas de pruebas y de dificultades, si el Señor no les quitara el favor de su corazón cuando se hacen frías o sobrecargadas o negligentes respecto a sus privilegios espirituales. Cada vez que la Nueva Criatura siente la necesidad de buscar misericordia y socorro, se acuerda de nuevo de que la obra de reconciliación del Redentor es necesaria; ella se da cuenta de que el sacrificio de Cristo no sólo es suficiente para los pecados pasados (para el pecado de Adán y para nuestras propias faltas personales en el momento en que nosotros vinimos al Padre por el mérito del Hijo), sino que además, su justicia por su sacrificio único cumplido por todos, cubre todas nuestras faltas mentales, morales y físicas cometidas involuntariamente. Así que la Nueva Criatura recuerda sin cesar durante todo su progreso en el camino angosto que fue comprada por un precio, por la sangre preciosa de Cristo; sus experiencias, hasta sus fracasos, la atraen continuamente más cerca del Señor porque aprecia a la vez su obra pasada como Redentor y su obra actual como Ayudante y Libertador.